La escuela es uno de esos períodos de la vida que se quedan grabados profundamente. No por haber sido ahí donde aprendí a escribir y leer, ni por haber sido ahí donde aprendí que no debía comer césped. Sino porque ahí, donde temblaba cuando pasaba a la pizarra para hacer un ejercicio de matemáticas o para recitar un poema, donde tocaba la flauta y jugaba con la “hula-hula”, donde me orinaba de la risa y el mundo parecía empezar y terminar en mi, allí empezó mi vida.
Lo primero que me acuerdo de mi vida, fue mi escuela. Me acuerdo del carrusel y de mi “lonchera”. De la profesora, del timbre y de las galletitas en forma de ositos con chocolate que mi mama me mandaba de colación. Me acuerdo de las mesitas de colores donde jugaba con plastilina.
Me gustaría poder contar una anécdota graciosa de ese tiempo, pero no recuerdo ninguna. La verdad no recuerdo el nombre de mis profesoras, ni las de mis compañeritos. Solo recuerdo que fueron tiempos muy bellos, llenos de inocencia y alegría. Jugaba en la resbaladera, hacia pasteles de tierra, corría con todas mis fuerzas para que no me alcancen jugando a las “cogidas”, y me mordía la lengua para no moverme cuando alguien decía 123 ¡estatuas! Lo que más me asustaba era jugar en el bosque hasta que el lobo esté… Y lo mejor que me podía pasar era encontrar un huevo Kinder para mi “lonchera” rosada de Mini Mouse.
Eran tan lindas esas épocas… Pintar con crayones, salir de pastorcito en las obras de navidad, llorar cuando no podía ver los pitufos, y… cantar el himno nacional a todo pulmón…
Ahora, que ha pasado ya algún tiempo y que más o menos puedo ver la otra orilla, recuerdo esa época y me lleno de nostalgia. Y bueno, si me lo preguntan, sí, quisiera volver…
martes, 6 de febrero de 2007
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